ya acabó su novela

FAMILIA Y PICHANGA. VINTO, 2009

Pichangas de domingo

Fútbol e identidad

"Rara vez el hincha dice: "Hoy juega mi club". Más bien dice: "Hoy jugamos nosotros". Bien sabe este jugador número doce que es él quien sopla los vientos de fervor que empujan la pelota cuando ella se duerme, como bien saben los otros once jugadores que jugar sin hinchada es como bailar sin música"

Eduardo Galeano

Publicado: 2017-09-09


Siempre he vivido en San Juan de Lurigancho y desde que tengo uso de razón el fútbol ha estado presente. Las pichangas dentro de mi casa con un par de muebles como referencia de arco, algunos adornos rotos y una que otra pelea por picones con mi hermano menor era algo común. Si bien siempre he sido bastante solitario, me daban las ganas de salir de cuando en cuando a jugar por las losas cerca de mi casa, pero la mayor parte del tiempo siempre preferí las actividades bajo cuatro paredes. A medida que fui creciendo esto se fue haciendo más notorio, y sentía que pertenecía cada vez menos al lugar donde vivía (ya que no compartía tanto con otros chicos de mi edad). Todo esto empezó a dar un giro desde que mi papá empezó a jalarme a sus pichangas de domingo.

Al comienzo mi mamá obligaba a que mi viejo me lleve, él y yo renegábamos porque ni él se quería preocupar por cuidar a su cría mientras jugaba y yo no quería ir solo para verlo jugar. Pasaban los domingos y recuerdo como, de a pocos, iba acercándome más a la cancha en los intermedios o luego que los partidos terminaran. Recuerdo también como de a pocos me animaba a dar unos pases con mi viejo o a jugar al metegoltapa, él me decía cómo tenía que poner el pie a la hora de patear y dejaba que yo metiera uno que otro gol para que pudiera empezar a experimentar esa alegría a la hora de poner la pelota bajo los tres palos. Con el tiempo dejé de entrar solo en los intermedios y al final de los partidos, sino que me animaban a que empezara a jugar con todos los grandes. No tendría ni 8 años y ahí me veían en un arco al que no le llegaba ni a la mitad, en donde primos y tíos que eran 10 o 20 años mayores que yo pateaban sin compasión. Seguro me habría caído uno que otro pelotazo, no lo recuerdo, pero lo divertido era que por más injusto que se me presentaba el panorama yo no desistía de jugar.

Las pichangas de domingo se volvieron un ritual, de a pocos otros niños como yo eran incluidos en los partidos, de a pocos ya no solo eran mis primos y tíos mayores, sino que había una buena cantidad de enanos que queríamos entrar a jugar con o sin ellos, eso no importaba. Luego de algunos años muchos crecimos, ya no entrábamos a jugar como “camotito” o “mantequilla”, sino que ocupábamos un lugar importante en el equipo que nos tocaba. Éramos puteados e insultados como cualquier otro “grande” y la presión de cada juego (por más que casi nunca era por apuesta) se hacía sentir. Gran parte de lo que éramos todos en ese momento, en esa hora o dos horas de pichanga, se debía a qué tan bien jugábamos. Lo bueno era que no necesariamente te lapidaban por ser malo, sino por cuánto punche le metías al partido.

Han sido casi 15 años de pichangas de domingo, en donde fui entendiendo el valor y la belleza del fútbol. Crecí jugando fútbol, crecí queriendo ser un poquito mejor cada domingo, crecí creyéndome Oliver Atom al comienzo, para luego querer ser Ronaldinho o Roberto Carlos. Crecí enojándome cuando no me salían las jugadas, crecí llorando de la cólera cuando perdía o me hacían una falta injusta. Crecí sintiendo la belleza de ver una defensa destruida por una pared o un pase de taco, crecí queriendo hacer la bicicleta en un partido y no solo cuando hacía dominadas en la pista. ¿Recuerdan que les dije que era solitario? Bueno, lo seguí siendo, eso no cambió tanto, pero cada domingo que subía a jugar sentía que crecía con esos otros chicos. Sentía que compartíamos algo y que, por más que en otros momentos no habían tantas cosas en común, en lo que duraba la pichanga todos crecíamos igual.

No sé si en otras circunstancias, tal vez con un mayor apoyo al deporte, el Perú fuera un país menos futbolero. Tal vez seríamos mejores en basket, natación y todo estaría más descentralizado y sería “un poco más justo” para otros deportistas. Pero nosotros no quisimos que fuera así, los que crecimos en todo esta cultura futbolera nunca tuvimos la oportunidad de elegir si querías hacer esgrima o bádminton. La gran mayoría de nosotros, hombres y mujeres, encontramos en el fútbol eso que nos permitía acercarnos a un otro sin necesariamente conocerlo mucho. Sea en la pichanga, al juntarte a ver un partido en una televisión en la calle o en la sala de la casa de tu amigo, en el estadio o en muchos otros lugares.

El fútbol no conoce diferencias cuando toca poner el hombro para sacar la pichanga adelante y ganarte tus dos lucas para la gaseosa o a la hora de gritar por tu equipo favorito. El fútbol se constituye como parte importante de la identidad del peruano promedio, les guste o no a muchos. El fútbol es el niño o la niña que veía a su papá meter gol en los campeonatos distritales o las pichangas de barrio, el fútbol es el abrazo de júbilo después de un gol, el fútbol es la tristeza por no ir al mundial, el fútbol es la cólera por caer goleado, el fútbol es cada persona que conoces y que está muy cerca de ti jugando su pichanga de domingo y todo lo que está alrededor de ella. El fútbol está ahí y hasta tu mamá o papá que no ven partidos saben que después de una victoria medio Perú estará de mejor humor ese día. Cómo no ser feliz con eso, seas o no un aficionado. Tal vez sea uno de los pocos momentos en los que los prejuicios y actitudes negativas toman una pausa de la mente de cualquiera. No creo que exista un fenómeno similar que sea capaz de evocar lo que evoca el fútbol, así que mientras dure el espasmo de felicidad, déjenme disfrutarlo.


Escrito por

Samuel Huarcaya

Psicólogo educacional


Publicado en

El fútbol más allá de la pelota

Todo lo que está al rededor del fútbol siempre me ha inspirado pasiones muy extrañas y diversas. Ojalá pueda retratarlas de la mejor manera.